LOS CHALECOS AMARILLOS NO SE ABLANDAN
Macron congeló el precio de los combustibles hasta el fin de 2019, pero la protesta sigue en Francia
El Ejecutivo francés no encontró aún la receta para ablandarlos, para que este fin de semana París escape al hostigamiento de los ajusticiados sociales. El macronismo empezó a tambalearse cuando el jefe del Estado estaba en la Argentina.
Francia siempre tiene muchas cosas que enseñarnos. Este país inconformista se las arregla, de una u otra forma, para marcar un sentido que, esta vez, se había diluido. La revuelta de los chalecos amarillos sacó del tumulto retórico de los llamados populismos, de los nacionalismos, de las xenofobias oportunistas, de la defunción de la izquierda y de la social democracia y de los himnos enardecidos de la globalización, la más radical e irrenunciable de las aspiraciones humanas: la igualdad.
Desde hace dos semanas, un puñado de olvidados del sistema de cuya existencia casi nadie en el poder se había enterado irrumpió para derrocar la petulancia de las elites y la desigualdad como programa de gobierno. Había que ver las expresiones aturdidas de los periodistas de los canales de información continua para darse cuenta de que algo relativo al, para ellos, orden galo, estaba ocurriendo. No entendían quiénes eran y de dónde venían esas personas que rompían el orden consensuado por un manojo de céntimos más aplicado al precio del gasoil. Encima, esas personas no eran de izquierda, ni anarquistas, ni fachos, no pertenecían a ningún sindicato, no eran obreros, ni desempleados, ni terroristas islámicos, ni inmigrados clandestinos, ni siquiera eran racistas que manifestaban contra los extranjeros. Eran blancos, hablaban medio rudo y, colmo de todos los colmos, repudiaban la noble causa ecológica del aumento.
¿De dónde salieron? ¿Son de acá? Parecían preguntarse con sus miradas perdidas ellos y sus especialistas y ministros invitados. Habían salido del pueblo oculto para quebrar la lógica que el jefe del Estado aplicó cuando vació la razón del impuesto a las grandes fortunas y le regaló a los millonarios 5.000 millones de euros. A los unos les pedían pagar más por el combustible que usaban para trabajar, a los otros les dejaban sus autos de lujo, sus caballos, sus yates, sus joyas, sus ganancias obtenidas mediante la especulación financiera y su patrimonio inmobiliario libre de todo gravamen. La Francia de los suburbios, la de las ciudades pequeñas, la Francia rural tenía que pagar para cuidar de un planeta corroído por las industrias. Dijeron que no. No a la desigualdad fiscal, no a la injusticia social, no a la ficción de un sistema que vende tecnología y felicidad digital mientras una aplastante mayoría se codea con el hambre y las privaciones.
Jueves, 6 de diciembre de 2018
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