UN AÑO EN GUERRA
Rusia y Ucrania: la guerra cínica festeja su cumpleaños sobre cadáveres
Un año de guerra entre la Rusia de Vladimir Putin y la Ucrania de Volodímir Zelenski: la guerra goza de tan buena salud que festeja su cumpleaños con una estupenda torta con velas pirotécnicas y fuegos artificiales de fondo, allá, donde muere un cuarto de millón de almas.
“¿Qué es un cínico? Un hombre que sabe el precio de todo y el valor de nada”, Oscar Wilde, en “El abanico de Lady Windermere”.
Cuando éramos jóvenes, hace varias décadas ya, solíamos tomarnos a trompadas con bastante frecuencia. Eran épocas salvajes y hermosas. Jugábamos al fútbol en potreros ariscos y era absolutamente normal que, en medio del partido, algún par de tipos se fueran a los puños, a los puños y las patadas. No obstante, había ciertos códigos: uno contra uno, jamás usábamos armas y, cuando el vencedor ya estaba claro, se le concedía al enemigo el beneficio de la sentencia liberadora, porque ya dejaba de tener gustito pegarle a alguien que se daba por vencido. Algún ojo negro, algún moretón en las costillas, algún diente roto, no pasaba de ahí y, después, era normal que termináramos tomando cerveza del pico sentados en la acequia de algún almacén o en el bar de Don Carmelo. Y cada uno de nosotros tenía para sí victorias y derrotas, como en la vida.
Todo aquello se daba sabiendo las partes que había una instancia de paz y que, días después, las cosas pasaban a ser parte de cierto olvido y otra vez a compartir el partido, el zanjón y las uvas y duraznos robados al gringo de turno. Era nuestra manera de entender la guerra: un estado de estupidez momentánea, bajo ciertos códigos machistas y humanitarios y con la certeza de que habíamos sido valientes, matones, imbéciles y, finalmente, justos con el adversario.
Eso fue lo que aprendimos en nuestro mundo, que tenía el tamaño del barrio, luego vimos que no son así las cosas en el mundo. Ni siquiera ya son así las cosas en los barrios, desde que aparecieron las armas, esos amuletos letales de los cobardes, ya sean guachines atolondrados o naciones superpoderosas, cobardes al fin.
Ahora, el mundo hace la guerra de otra manera y cada vez la hace peor, cada vez más lejana, científica, deshumanizada; cada vez menos épica, cada vez más cínica, sabiendo los más fuertes que muchos habrán de morir, pero que no serán ellos, sabiendo que la sangre es una variable económica y que, a fin de cuentas, todos saben lo que está pasando en los frentes de batalla, pero nadie tiene permitido contarlo con detalles.
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Y que si tienen que pelear, lo hagan de otra manera: como los carneros que chocan sus cabezas o cualquier otro mamífero, que va de frente con su par hasta quedar sin fuerzas. Podrán pensar que soy un soñador, pero no soy el único. Sin embargo, ninguno de los soñadores que conozco es presidente o dueño de una fábrica de armas.
Sabemos poco, apenas lo que nos dejan ver: hace un año, el 24 de febrero de 2022, la Rusia de Vladimir Putin decide una “operación militar especial” contra la Ucrania de Volodímir Zelenski. No fue una decisión apresurada ni descolgada de antecedentes: haciendo un resumen grosero, digamos que Ucrania hace 30 años era parte de Rusia y que, desde el 2014, venía bombardeando el Donbás, en el este del país, donde dos regiones -Donetsk y Lugansk- con mayoría de habitantes rusos o prorrusos vienen queriendo volver a viejas fuentes y, por eso, se autoproclamaron repúblicas independientes. Rusia, a la par, fue haciendo lo suyo a nivel cabronadas y destaca, particularmente, la anexión de la península de Crimea, en ese mismo 2014.
Es imprescindible para completar el panorama agregar que Estados Unidos y sus aliados de Occidente, particularmente los nucleados en la poderosa alianza bélica llamada OTAN, ven con maravillados ojos todo aquello que tienda a desintegrar el mundo ruso o el chino y extender las fronteras de su discurso único sobre aquello que debe ser el mundo. Y algo más: ven en toda ocasión bélica, la ocasión de hacer grandes negocios armamentísticos y los están haciendo. Es así: en el pecho de toda la complejidad geopolítica, está el ineludible interés económico que tiene, como apenas una de sus aristas, la ejecución de gigantescos tratados comerciales sobre armamentos, generados solamente en este último año.
Loading video La guerra, cualquier guerra, sería imposible de concebir sin los cálculos de los beneficios que se pretenden. Mientras más miedo y más peligro virtual o real haya, más posibilidades habrá de monetizar esas experiencias íntimas de los pueblos, a través de las ventas de armas. Esas mismas grandes potencias que dicen cuidarnos son las que sostienen la carrera armamentista, que, tarde o temprano, nos hará daño. Y si la calentura resulta ser verdaderamente grande, el daño equivaldrá a la destrucción del planeta.
Este es el contexto básico para intentar decodificar el elevado cinismo que ostenta la guerra que cumple un año en Europa. Un año de una guerra repleta de negocios y de mentiras, en la que ha muerto ya un cuarto de millón de personas, muchísimas de ellas, civiles, muchísimas de ellas, niñas y niños.
Ya lo sabemos: todas las guerras mienten. No es ninguna novedad. En toda contienda, cada bando juega al juego de esconder su debilidades y exagerar sus logros. Las guerras, además de atroces, son impostoras por naturaleza. Ningún bando en pugna es capaz de mostrar lo más genuino que tienen las guerras: por un lado, el dolor de estar ciegamente enfrentado a un semejante que, como tiene miedo, igual que yo, dispara a matar y de la manera más despersonalizada y distante posible y, por otro, también esconde lo auténtico y probatorio, lo absurdo y lo dramático, que es la muerte del otro por mano propia y mandato de un superior, como evidencia de supuesta valentía y acceso a la gloria.
Loading video Todas las guerras son grandes ensayos de cobardía, sobre todo estas, miserables y solapadas, que hemos vivido en los últimos 80 años, en las que triunfa no el más valiente, sino el más aventajado, el que dio en la techa y halló la fórmula. Ya no hay cuerpo a cuerpo con armas igualadas, ahora, hay una apuesta por la espectacularidad en las pantallas, porque la guerra también es un show, y así lo prueban las bombas nucleares arrojadas sobre dos pueblos hermosos que dan al mar, Hiroshima y Nagasaki.
Ya no hay respeto, amigos. Hemos perdido, entre tantas cosas, el sentido de la épica. Antes, la épica se escribía en verso o se cantaba en plazas y mercados. Ahora, las guerras actuales se escriben con sangre ajena, en discurso único, en diarios del mundo que nadie recordará, apenas en un futuro próximo y que son todos y cada uno como un único panfleto ta ta ta tartamudeado por clones desabridos y mal pagados, escupiendo contenidos, bajo órdenes estrictas, sin que nada diferencie a unos de los otros.
Así estamos, a bordo de esta deriva repleta de banderines: yendo de la épica olvidada, al puño ausente. Ha ganado el cinismo. Ahora, en las guerras mueren menos soldados, pero mueren más inocentes: cualquier infeliz, sea una superpotencia o un integrante de un grupo terrorista menor, no tiene el menor empacho en detonar explosivos desde impasibles drones o envuelto en ellos como un fiambre letal, sobre un grupo de inocentes, que a veces son miles.
No cualquiera se convierte en cínico. Hay que saber construir la desvergüenza, la artimaña intelectual, la trampa inadvertida, el meditado desprecio. El cinismo es un arma, por lo común, propiedad de personas poderosas, también de naciones. Hoy, impera el cinismo en la guerra ruso-ucraniana, en la que ninguna de las partes tiene el más mínimo interés de sentarse a conversar, el menosprecio por la vida es una evidencia indiscutible.
La guerra cínica goza de excelente salud. Quiere una larga vida y nadie siente necesidad de contradecirla. Que los cumplas feliz, que los cumplas feliz, que los cumplas, maldita guerra, que los cumplas feliz.
Viernes, 24 de febrero de 2023
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